En las largas noches del invierno rumano, los hombres y las mujeres se juntan a contar historias. Apretujados alrededor del fuego, disparan toda clase de cuentos y leyendas, algunos ciertos y otros alimentados por la propia magia que genera ese momento tan especial.
El fuego llama al silencio, a indagar en lo más profundo de cada uno y es allí donde es imposible diferenciar entre la realidad y la fantasía. Al fin de cuentas, qué diferencia existe hoy si una historia fue real, escrita en las rocas o bañada por la luz de la luna, o si fue el fruto de una mente fértil, inspirada en el amor o en la desesperación. Son los momentos de quietud donde la chispa de la inspiración nace, como si se contagiara del fuego amigo, que calienta los cuerpos y los refugia de la fría noche invernal.
Fue en una de esas noches cuando tocó la puerta de la reunión un forastero al que nunca nadie había visto jamás.
La hospitalidad rumana sólo es comparable a la de los árabes del desierto, que son capaces de sacrificarse a sí mismos si es necesario. Como si de un amigo de antaño se tratase, el forastero fue recibido por el grupo reunido aquella noche.
Se sentó en silencio, agradeciendo con la cabeza la comida caliente y la fuerte bebida que le brindaron. Hambriento llegaba, de varios días sin probar bocado y fue tomando lentamente la comida, respetuoso de sus anfitriones y de sí mismo.
Comenzaron algunas historias a ser contadas, tímidamente al principio y con mayor énfasis a medida que el efecto del alcohol se hacía notar. Nunca faltaba el buen vodka destilado según antiguas técnicas de abuelos, bisabuelos y más allá.
Hubo entonces un momento de silencio, donde son los ángeles los que sobrevuelan el espacio entre palabra y palabra. Fue un silencio de paz, un silencio que precede un acontecimiento, un silencio que permite la reflexión más profunda, un silencio que nutre la palabra salida del propio corazón.
Como si un imán las hubiese impulsado, las cabezas de todos los presentes giraron hacia el forastero, con los ojos entornados, sólo iluminados por los chisporroteos del fuego. Y en el fondo del lugar, en un pequeño rincón del espacio prestado, con su pipa encendida, el hombre los miró tiernamente, comprensivamente. Había esperado mucho tiempo para poder transmitir su saber, su historia y su momento había llegado.
El instante previo a que la primera palabra saliera de su boca fue el instante en que los cielos se abrieron, los portales lentamente levantan sus sellos, las cadenas cayeron al piso y la palabra, proveniente del corazón, hizo su aparición como forma palpable de esta humanidad que nos precede en miles de siglos. Sus ojos se elevaron y brillaron con luz propia, una luz azul que provenía de su propio cielo interno.
“Los antiguos habitantes de este lugar conocen,” dijo, “o conocían antes de haberlo olvidado, la historia que está encerrada en las profundidades de este lago”.
Aspiró la pipa y dejó escapar el humo por la comisura de sus labios.
“Hace muchos años atrás, las aguas que cubren el lago no habían caído aún. En lugar del lago había un pequeño pueblo habitado por gente que vivía de sus cosechas y de sus animales. Que no tenían más aspiraciones que vivir suavemente su pacífica existencia, sin más contratiempos que esperar la correcta lluvia, que permitiera el crecimiento de sus cosechas o el calor del sol que dejara tomar de la tierra el fruto de su trabajo.
“Había en ese pueblo una mujer, amante de la vida, que disfrutaba cada instante de sus días en la forma que se presentaran. Su estilo no concordaba con el del resto de los habitantes del pueblo y era vista de forma prejuiciosa. A veces, lo que parece paz, puede que sea resignación.
“La actitud activa de esta mujer, que buscaba respuestas en las flores, en los insectos, en las piedras o en la forma de la nieve del invierno, trastocaba la tranquilidad de la aldea. Durante muchos años, los hombres y mujeres del pueblo habían vivido plácidamente sin ser molestados por extraños procederes.
“Esta mujer, en edad de ser madre, buscaba una forma de expresión diferente al resto y hacía que los viejos del lugar, de una u otra forma desearan que esto no continuara.
“Se hablaba mucho de ella y por momentos era el único tema de conversación de las comadronas y de las tertulias de los hombres. Estos últimos eran escuchados por un hombre joven, de aspecto vivaz y de espíritu fuerte. Capaz de volar si fuera necesario, capaz de desafiar un tornado para llegar a su destino, pero que en su silencio no era comprendido por su entorno.
“Se lo veía como un personaje extraño, se lo aceptaba como se acepta lo que no puede ser comprendido con cierta resignación y desconfianza. En lo profundo de su corazón, él sabía que tarde o temprano se produciría un encuentro. No quería generarlo por miedo a romper el encanto de lo mágico, pero también temía que su momento pasara.
“Poco a poco, se fueron tejiendo esos hilos que permiten que un hombre y una mujer se encuentren. Los dichos de la gente no dejaban lugar a dudas de cuál sería el destino de aquellos que se atreviesen a trocar el orden establecido.
“Cierto día, a la orilla del río que atravesaba la aldea, se encontraba ella, sentada sobre una verde alfombra de tréboles, cuando atinó a pasar por allí nuestro hombre. El momento esperado se produjo y como si de un relámpago se tratase, el contacto se realizó. Un cruce de miradas bastó para que ambos comprendieran lo que para ellos estaba reservado. También hubo, en ese instante, como un llamado a abrir puertas. El cielo tomó nota de ese encuentro y comenzaron los preparativos. Ese encuentro no pasó desapercibido para el resto de los habitantes del lugar. Cualquier acontecimiento que no fuera digitado por los consejos del pueblo estaba destinado, decían las leyes del lugar, al más completo de los fracasos. Así era desde tiempos inmemoriales y seguiría siendo.
“Siguieron días tranquilos, pero los planes de acción ya estaban siendo desarrollados mientras ella y él comenzaban su propia historia. Alejados de toda sospecha, sentían la libertad en su piel, en su mente y en su corazón.
“Toda historia tiene sus luchas y la que cuento no está exenta de ellas. Se libraba en el mismo centro del pueblo y en el corazón de nuestros amantes. Al cabo de unos meses, el fruto de ese amor crecía en el vientre de ella, tomando lo mejor, ampliando el sentido de la vida, profundizando en el conocimiento de lo ancestral, generando una revolución, que era percibida por la gente del pueblo como una amenaza.
“Poco faltaba para el momento del nacimiento y el plan había sido trazado. Todo estaba preparado para que lo que naturalmente debía ocurrir, como ocurre desde tiempos inmemoriales, no tuviera lugar. Pero el cielo también tenía sus planes. Desde un lugar atemporal, donde las almas toman su lugar eligiendo espacios en la tierra, ya el momento, el lugar y la gente habían sido elegidos.
“Esa tarde, una tarde apacible en principio, comenzó a llover. Llovió de una forma que las gentes no conocían, porque jamás había caído agua de esa forma y en esa cantidad. En el lugar elegido, una mujer pujaba y un hombre, a su lado, soltaba dulces palabras, de aliento y de amor. Fue en ese momento en que las puertas se abrieron.
“Algunos pensaron que el cielo se caía, quizás por causa de la lluvia, que no paraba y que parecía que generaría otro diluvio universal. Otros pensaron que no era el cielo, sino el infierno el que por fin hacía su aparición entre los mortales. Estos no estaban muy lejos de su verdad, pero el que se mostraba era su propio infierno interior. Unos pocos vieron lo que realmente sucedía y lo relatarían más adelante como si de un sueño se tratase.
“’Ángeles, ángeles!’, dijeron, como balbuceando palabras incongruentes. Pero la verdadera historia sería contada más tarde por los propios protagonistas de la historia y ellos la transmitirían de padres y madres a hijos e hijas, nietos y nietas.
“Sólo fueron un par de ángeles, de esos verdaderos, de los que hacen su aparición pocas veces a la tierra, cuando la verdadera necesidad supera el deseo de su presencia. Entre sus brazos traían un alma, que cuando se hizo habitante del cuerpo elegido fue llamada Bilea, que significa ‘traída por los ángeles’ en el idioma del cielo. En el momento en que tocó tierra, en ese preciso momento en que el milagro de unión de un alma y un cuerpo se produce, un estruendo sacudió la montaña. Fue como si la tierra se rasgara, junto con miles de millones de gotas de agua que seguían cayendo sin parar.
“Ellos, junto a su pequeña recién nacida, subieron a la balsa preparada con esmero y con predestinación. Subieron con su pequeña Bilea y dejaron que la corriente los llevara hacia donde los ríos se juntan con el mar. Detrás de ellos, una pared se alzó, un pedazo de montaña se cerró y poco a poco el agua fue cubriendo el pueblo. Muchos escaparon hacia las montañas, otros quedaron atrapados en las redes de sus telarañas y apenas unos cuantos siguieron a la pareja, que parecía decirles ‘este es el camino, ni ese, ni aquél’.
“Yo soy el nieto de Bilea, quien les cuenta esta historia, llena de magia y de amor. El lago que se formó fue llamado ‘lago de Bilea’ porque muchos pensaron que había sido a causa de los ángeles que se había formado y tal vez tuvieran razón.
“El río llegó al mar, el mar los acogió en su seno y del mar se hicieron amigos. El agua y su fuerza no dejan que se forme en los hombres esa costra dura que impide que el amor se exprese de forma libre y pura.
“Quizás por eso se dice que cuando los ángeles en persona bajan un alma del cielo, la tierra es su cuerpo, el fuego su silencio, el aire su sostén y el agua su destino.”
Para Bilea Zammay, 14 de octubre de 2011
Marcelo